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Culto al líder


Gobernantes africanos que antepusieron su imagen a las necesidades


Nelson Mandela se negó a que se le rindiera culto en vida. Su ejemplo no ha sido seguido por muchos líderes africanos, que han nutrido su ego con dosis insospechadas de adulación.

Hace algunos meses tras­cendió que diez calles de distintas ciudades de Zimbabue llevarán el nombre del actual presidente, Emmerson Mnangagwa, entre otras figuras de la política africana y mun­dial. Mnangagwa es el sucesor del autócrata Robert Mugabe quien, pe­se a haber sido depuesto hace más de dos años y fallecido hace poco más de un año, todavía da nombre a varias arterias del país, además de al aeropuerto internacional. Mugabe es uno de los tantos líderes africa­nos que celebraron su personalidad, al igual que otros responsables de sanguinarias dictaduras. La mayoría de ellos protagonizaron la historia de algunos países durante el siglo pasado.

El diseñador francés Olivier Brice trabaja en la capa que llevaría Bokassa el día de su coronación.

Jean-Bedel Bokassa, RCA

En una década en la que los golpes militares fueron frecuentes, Bokassa tomó el poder el 31 de diciembre de 1965 alegando el clima corrupto del Gobierno de su primo, David Dacko.

Con ese golpe alcanzó el poder un personaje extravagante como pocos. Sus delirios de grandeza lo conduje­ron a tener 17 esposas, varias aman­tes y 55 hijos reconocidos. Con una infancia muy dura, en la que fue tes­tigo del asesinato de su padre, se­guido poco después por el suicidio de su madre, esos traumas perdura­ron en su mente.

Bokassa fue un megalómano des­piadado. Participó en varios asesi­natos, incluso de menores, y cortaba las orejas a sus pri­sioneros. Asesinó a su ex ministro de Hacienda en el palacio, y empleó a todo el servicio diplo­mático francés para lo­calizar a una hija ile­gítima en Indochina.También recibió en paños menores al embajador francés y lo llevó a una habitación con solo un colchón.

Al gobernante centroafricano le gustaba caracterizarse como un mo­narca absoluto y utilizó tantas me­dallas y otras condecoraciones que se debieron elaborar uniformes es­peciales para él. Cualquier institu­ción educativa debía llevar su ima­gen. En un giro inesperado, adoptó el islam, deseoso de conseguir apoyo de los países árabes, pero, atento al fracaso de esa iniciativa, retornó al catolicismo.

El principal apoyo de Bokassa fue Francia. Desde París declararon que era «el mejor amigo que Francia tie­ne en África». Según palabras del propio líder centroafricano, el me­jor momento de su vida fue cuan­do Charles De Gaulle le condecoró en persona y, en su funeral, no tuvo consuelo. Siguieron unas óptimas relaciones con el presidente Valéry Giscard d´Estaing y el momento en el que Francia toleró de forma más evidente la locura del dicta­dor. Bokassa declaró a República Centroafricana como un imperio y se coronó, siguiendo el ejemplo de Napoleón Bonaparte –a quien admiraba–, como Bokassa I, en una ceremonia fastuosa a finales de 1977, en la que se invirtió una can­tidad ingente de dinero mientras el país sufría un déficit severo.


Mobutu, ovacionado tras un mitin en Kinshasa.


La ironía es que la violencia cre­ciente del nuevo emperador fue la que motivó su caída dos años más tarde. El desencadenante fue la bru­tal represión de un movimiento es­tudiantil que, con protestas inicia­das en enero de 1979, pronto sumó apoyo desde otros sectores sociales.

Una investigación judicial inde­pendiente reveló que el emperador participó de forma casi directa en la matanza de 100 estudiantes en abril de ese año, por lo cual la prensa francesa lo apodó como el Carnicero de Bangui.

Los franceses repusieron a Dacko, y este indicó que en la corte de su primo hubo canibalismo, como de­mostró la evidencia de cadáveres humanos en refrigeradores. Bokas­sa negó esto último. Ante un jui­cio en ausencia, después de cuatro años de exilio en Costa de Marfil, el exdictador se instaló al fin en París. Pero en 1986 decidió volver a su patria, donde fue sentenciado a muerte por sus crímenes –pero no por canibalismo–. La sentencia fue rebajada primero a cadena perpetua y, finalmente, a 20 años de prisión. Tras siete años de encierro fue li­berado y el exemperador se instaló en Bangui con una pensión militar francesa. Murió en 1996 a los 75 años.

Haile Selassie en una entrega de condecoraciones.



Haile Selassie, Etiopía

Conocido por su título de León Con­quistador de la Tribu de Judá, Elegi­do de Dios y Negus Nagast (rey de reyes), Selassie fue el último monar­ca absoluto en pleno siglo XX, has­ta su derrocamiento en 1974. Des­cendiente del bíblico rey Salomón, gobernó Etiopía durante casi medio siglo, considerándose por encima de la ley. Fue incluso adorado como un dios por el movimiento rastafari –denominado así por el nombre del rey, Ras Tafari Makonnen–, a cuyos integrantes se les prometía una an­siada vuelta a África y un santua­rio en el país africano. La visita delmonarca etíope revolucionó Jamaica en abril de 1966.

Con la invasión y la ocupación italiana, entre 1936 y 1941, el Negus se exilió y adquirió fama mundial, convirtiéndose en un icono de la lu­cha contra el colonialismo y el fas­cismo. Eso, de algún modo, ocultó el carácter autoritario de su Gobierno, favoreció el desarrollo de un culto excéntrico a su personalidad, pero también la corrupción, pese a que buena parte de la población lo apoyó y continuó venerándolo. A sus pre­decesores también se les había ren­dido un culto divino, y la condición para ser cercano al Negus era ado­rarlo.

El protocolo era complejo y tam­bién muestra de la megalomanía del gobernante, con varias reminiscen­cias de la monarquía israelita. Des­de el inicio todo fue fastuoso, como en 1930 la ceremonia de asunción del trono en la capital, Adís Abeba, para la cual Selassie ordenó impor­tantes y costosas remodelaciones en la ciudad. Durante su reinado, muchas obras fueron inauguradas con el nombre Haile Selassie.

En el día a día había mucho cere­monial. El Negus tuvo un funciona­rio que lo acomodaba en el trono y dispensaba un cojín –de una colec­ción de 50– para que el monarca no quedara con los pies al aire debido a su baja estatura, algo contradictorio con la imagen de superioridad que pretendía transmitir.

Mirar a los ojos al monarca esta­ba prohibido y, si bien recibía gen­te, la más pobre debía permanecer de rodillas y con sus rostros sobre el suelo en su presencia, mientras que si su pequeño perro orinaba los zapatos de los dignatarios que le visitaban, ninguno podía expre­sar el mínimo gesto de disgusto. Las sentencias de pena de muerte solo las firmaba Selassie, y se cumplían en el acto. Frente a las protestas, la actitud del mandatario fue prestar oídos sordos debido a su posición inigualable en la cúspide del poder. El líder tuvo una flota de 27 coches de lujo a su servicio.

Tras su caída, producida por un grupo de oficiales conocido como el Derg, y hasta su muerte, en agosto de 1975, Selassie continuó creyendo que aún gobernaba. Incluso tras su final político conservó una buena imagen internacional.

Hasta el último momento, el emperador conservó su dignidad imperial intacta y se respetó el ce­remonial. Tres miembros del Derg se dirigieron al despacho del mo­narca y, antes de leerle el acta de destronamiento, rindieron el saludo de pleitesía correspondiente. Entre otros activos, los militares que lo derrocaron nacionalizaron 15 pala­cios de su majestad. Selassie ama­só una imponente fortuna, al igual que sus funcionarios, mientras que gran parte del pueblo perecía por hambre.

Una fotografía de Mobutu y restos de sus pertenencias tras el saqueo de una de sus residencias que siguió a su caída.

Joseph-Désiré Mobutu, antiguo Zaire

Tras su caída, producto de una gue­rra civil y de liberación desarrollada entre 1996 y 1997, el país adoptó el nombre actual, República Democrá­tica de Congo. El mariscal Mobutu gobernó con puño de hierro durante más de 30 años el país, sumiéndolo en los delirios de grandeza del an­tiguo efectivo del Ejército colonial belga.

El presidente, derrocado en mayo de 1997, se presentó como el centro indiscutido de la escena. Conside­ró al país como a una gran familia en la que él representaba la figura del padre. De hecho, afirmó: «Soy el padre de la nación, pienso en to­do el mundo, en todos mis hijos». Contemplando el clima de desorden previo al golpe militar que lo colocó en el Gobierno, llegó a considerarse salvador, como una suerte de héroe nacional que velaría por la restau­ración de la patria, un ideal que lo condujo a tomar el poder en 1965. El culto a la personalidad guardó estrecha relación con la visión pro­videncialista que sostuvo el manda­tario.

Según su ideario, toda la pobla­ción estaba en deuda con él, pero él no debía nada a la gente. Su persona era el garante de la continuidad de la nación y, en ese sentido, se con­sideraba un acto criminal que un candidato se presentase a elecciones presidenciales, a la vez que la po­sibilidad de pensar en partidos al­ternativos era una práctica también ofensiva, además de un imposible. Como en otros casos africanos, el país viró al sistema de partido úni­co. Junto a la disolución de agrupa­ciones políticas y arrestos múltiples, la censura creció y, prueba de ello es que a la propaganda oficial se le prohibió mencionar por su nombre a toda persona que no fuera Mobutu. Solo se podían indicar títulos o car­gos de las mismas.

Siguiendo una política de defensa de lo propio, de la «autenticidad», en 1966 Mobutu dio la orden de cambiar los nombres coloniales de varias ciudades por otros africa­nos. En 1971 el país pasó a llamar­se Zaire, y poco más tarde exigió la modificación a formas autóctonas de los nombres de sus gobernados bajo amenaza de pérdida de la ciu­dadanía. Además, prohibió a la po­blación utilizar el famoso gorro de leopardo, tan característico de su indumentaria.

Los distintos títulos que reci­bió el líder congoleño son llamati­vos. El autócrata fue conocido como Mobutu Sese Seko –a lo que seguía Kuku Ngbendu Wa Za Banga–, que en lengua local, significa «el gue­rrero todopoderoso que gracias a su resistencia e inflexible voluntad de vencer irá de conquista en conquista dejando tras de sí una estela de fue­go». Se añadieron otros títulos como Gran estratega o Padre de la nación. En la concepción ideológica de su gobierno, el mobutismo, la doctrina de un verdadero culto a la personali­dad fue muy visible, sobre todo des­de finales de la década de 1970, pero también causante de mucho descon­tento.

Una foto de Amin preside el inicio de su presidencia en la Organización para la Unidad Africana, en julio de 1975.



Idi Amin Dada, Uganda

Su dictadura fue responsable de, como poco, unas 300.000 muertes y todo tipo de terror en menos de una década (1971-1979). Este anti­guo jugador de rugby y boxeador casi analfabeto, fue un antiguo mi­litar muy leal del Ejército colonial británico que, una vez en el poder, fue apodado como el Hitler de Áfri­ca por su admiración al Führer y, sobre todo, cuando festejó el asesi­nato de atletas israelíes en los Jue­gos Olímpicos de Múnich, celebra­dos en 1972.

Con más de 1,90 de estatura, unos 120 kilos y de personalidad extrovertida y avasallante, Amin imponía respeto, cuando no terror. Afirmó que «aquí, yo soy el poder» y entendía que el único que debía go­bernar era él. El mariscal gustaba de mostrar sus numerosas medallas en el uniforme militar. Como líder an­tioccidental, buscó apoyo en man­datarios afines y encontró un gran respaldo en otra figura que también ensalzó el personalismo, el libio Muhamar El Gadafi, quien le sugirióla expulsión de más de 50.000 asiá­ticos en 1972.

A lo largo de su mandato, el lí­der ugandés se autoadjudicó varios títulos, que terminó uniendo para ser conocido como «Su excelencia el presidente vitalicio, mariscal de campo Alhaji Dr. Idi Amin Dada, VC, DSO, MC, señor de todas las bestias de la tierra y peces del mar y conquistador del Imperio británico en África en general y en Uganda en particular». Se autoproclamó doctor honoris causa a pesar de su escasa instrucción.

Se le identificó con las siglas CBE, conquistador del Imperio británico, en alusión a la ruptura de relaciones de Uganda con la antigua metrópoli y la expulsión, en 1976, de funcio­narios de esa nacionalidad. Además, se presentaba como pretendiente al reino de Escocia. En efecto, un gru­po de británicos residentes, llevados como reservistas, fueron obligados a colocarse de rodillas para jurarle lealtad.

La historia de la relación de Amin con Gran Bretaña es más bien una sátira. Por ejemplo, se supo de una habitación entera de su palacio em­badurnada de caricaturas suyas pu­blicadas en periódicos británicos. En resumidas cuentas, Amin hizo el papel de payaso, y surgía a cada rato algún comentario estrafalario desde Uganda, como cuando el ugandés re­tó al presidente tanzano, Julius Nye­rere, a resolver sus conflictos en un combate de boxeo.

En 1973 declaró: «Soy el héroe de África». Años más tarde dijo que no quería ser controlado por ningún superpoder, dado que se consideraba la figura más poderosa del mundo. Enarbolando una visión patriarcal, llegó a decir que, como el profeta Mahoma, estaba dispuesto a sacri­ficarse y morir por su nación. A fin de cuentas, su mandato empobreció y ensangrentó el país, hasta ser de­rrocado desde Tanzania. Murió en el exilio en 2003 y nunca fue juzgado por sus crímenes.

Publicado en:
http://mundonegro.es/culto-al-lider/

http://www.africafundacion.org/spip.php?article37202

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