Tentación moca
El café debe ser negro como el diablo, caliente como el infierno, puro como un ángel, dulce como el amor. Charles Talleyrand (político francés)
Envuelve. Irrumpe. Seduce. El aroma del café ha sabido consagrarse como una de las más genuinas tentaciones a lo largo de la historia de la humanidad.
Su intenso efluvio, que se cuela sin pedir permiso, invade los sentidos con ímpetu. Es la única bebida natural baja en calorías –entre dos y cinco por pocillo, si es sin azúcar, claro– que reconforta al ánimo y satisface la sed.
“El café, fuerte y en abundancia, me hace más vivaz, me da fuerza y siempre me provoca placer”, afirmaba Napoleón Bonaparte. Hoy, el oscuro brebaje nacido en Oriente parece seguir conquistando paladares a través de sabores exóticos, como los de India o Jamaica, con notas especiadas. También su presencia se multiplica en mesas gourmet, con mejor perfil aromático y sabor, según afirma el sommelier Maco Lucioni.
No obstante, sin importar cómo o cuándo suceda, tres cuestiones habrá que considerar a la hora de valorar un buen café: “Su cuerpo, que es la sensación de llenar la boca con el sabor de la bebida en su interior; su acidez característica, propia de los cafés finos; y finalmente su fragancia, una mezcla entre el gusto y el aroma”, rezan las máximas desde la casi centenaria Bonafide, ícono nacional en la industria.
En la actualidad hay cafés para todos los gustos. Dentro del género coffea existen dos especies: Arábica –de alta gama, ligeramente ácido, con más de doscientas variedades y un grano más grande, alargado y de color verde azulado– y Canephora (o Robusta), de grano más pequeño, redondo y de tono amarillo-amarronado, que contiene mayor grado de cafeína. “El sabor es más amargo, aunque más fuerte, y tiene alto nivel de tueste”, explica Jorge García Puigrredón, fundador de Central de Café, y agrega: “A diferencia del vino, lo que más importa no es tanto la diferencia en la variedad de grano, sino la distancia que existe entre un café de alta gama, seleccionado en países como Colombia, Kenia y Etiopía, frente a uno de baja gama”.
La ruta cafetera
El cultivo de café ocupa a millones de campesinos en más de setenta países tropicales y representa cerca del 4% del comercio mundial de productos alimenticios.
La mayor producción se encuentra en América Latina, en países como Brasil, Colombia, México y Guatemala. Los dos primeros son responsables del 40% de la producción global.
Hay buenos cafés en muchos países, especialmente en América Central, Colombia y Brasil. “Las arábicas lavadas de Centroamérica plantadas en altura son muy famosas por su calidad, así como algunos granos colombianos. También hay grandes cafés en el sudeste asiático y en la India”, agrega Lucioni.
Víctor Ego Ducrot explica en su libro Los sabores de la historia que, cierto día, un pastor yemenita se presentó ante su imán para contarle temeroso que sus cabras estaban muy inquietas durante la noche. El religioso se acercó a investigar y, ante su sorpresa, se topó con unas plantas, hasta entonces nunca vistas, que daban frutos duros y poco carnosos a los que las cabras habían masticado y destrozado.
Aunque constató que las plantas no estaban presentes en ningún libro de botánica, recordó que crecían dispuestas en hileras, lo que atestiguaba la mano del hombre. En realidad, siglos antes, agricultores etíopes habrían traído, de los dominios de la legendaria reina de Saba, aquellos arbustos que modificaron la conducta de las cabras y de cuyos frutos oscuros, una vez molidos, se prepara el café.
Fue así como, a finales del siglo XVI, los cafetales se expandieron desde Yemen hacia el Este, primero hasta Ceilán –actual Sri Lanka– y, algún tiempo después, a Malabar, India. Y de allí, al mundo. Ya para 1670, se cree, un sabio maronita residente en Roma recopiló el primer libro conocido sobre esta infusión. El café, sin embargo, empezó a ganar popularidad entre los musulmanes desde la Edad Media. En el año 1000, el famoso erudito Avicena ya lo conocía, apunta Ducrot.
“Por entonces, en el país turco el entusiasmo era tal que la ley precisaba que una mujer podía divorciarse de su esposo si éste no llegaba a proporcionarle una dosis diaria de café”, cuenta Paolo Ortiz, responsable de Morocco Design, casa de arte y bistró marroquí. Sin embargo, llegaría la hora de su ocaso y la comunidad islámica no tardaría en preocuparse por quienes lo consumieran. Entre otras hipótesis, se llegó a creer que el café era una droga del demonio, ya que mantenía despierto a quien lo bebiese. Poco después, llegó a prohibirse su consumo bajo penalización.
El Corán enseña la limpieza del cuerpo y desintoxicación del alma, de modo que no podía permitir su consumo. La veda fue impuesta a partir del año 1511, pero no perduró.
En 1580, un viajero italiano visitó Egipto y adoptó la costumbre local de consumir una bebida negra a la hora del postre; y, en 1696, el diplomático holandés Nicolaas Witsen le pidió al comandante de Malabar que transportara café a Java, una de las islas de la Indonesia neerlandesa.
A principios del siglo XVIII se enviaron a Amsterdam las primeras muestras de café.
Desde entonces, y durante varios años, la tierra de Van Gogh lució orgullosa el mote de primera potencia moca.
La historia del café se escribe en casi todo el planeta. Alejandro Dumas cuenta, en su Diccionario de cocina, la propagación de la costumbre al evidenciar la forma en que los imanes, en un punto tan lejano a su patria como Constantinopla, se quejaban de que los fieles escapaban de los rezos en masa para ir a beber café a los salones. Tiempo más tarde, el embajador de Persia en la corte francesa de Luis XIV introdujo al café en Occidente como una novedad, junto a su colorido atuendo. No se equivocó, fue un éxito: en 1714 llegó un cafeto a París, plantado simbólicamente en Le Jardín des Plants.
Para tiempos de la revolución, en el antiguo dominio del Rey Sol, la capital tenía doscientos cafés, duplicando la cifra en época imperial. Y no tardaría en llegar a Londres, a Venecia y a España para, desde allí, cruzar al Nuevo Mundo.
Compañero de emociones
Un momento. Un lugar. Un motivo. A los frutos maduros del cafeto se los somete a distintos procesos para extraer los granos de café que se ubican en su interior. “Se secan en patios o por medio de aire caliente y al café resultante se lo llama café verde. Luego es tostado con calor y envasado, o también puede ser molido. A partir del tueste, aire y luz son los enemigos número uno”, agrega Lucioni.
El café se convirtió, asimismo, en un fiel compañero. Sin embargo, adquirió un sentido distinto según el país: “En la Argentina, se refiere a compartir un espacio, un momento, a la espera. En Estados Unidos es un take away. En Italia, una barra, es al paso”, explica Puigrredón.
A la hora de combinarlo o armonizarlo –para no hablar del término maridaje, tan repudiado por Brascó–, las opciones son amplias. “Según los granos molidos, con esencias y aromas. Otra forma sería con el café servido, agregando whisky, licor, cognac o vainilla”, afirman los expertos. Además, recomiendan hacerlo con chocolates y destilados. También puede ser con galletas crocantes almendradas, como los cantucci, originarios de la Toscana. “Se sumergen para ablandarlos y combinar los aromas del café, las almendras y las nueces, logrando un sabor armónico muy especial”, explica Frank Almeida, de Sugar & Spice.
Evidentemente, el café es todo un mundo. Y no se acaba.
Curiosidades grecorromanas
Fuente: Los sabores de la historia
-Para cada taza, se recomienda usar unos 180 mililitros de agua y 10 gramos de café.
-La temperatura ideal del agua es de 90º, justo antes del hervor.