Ruanda, pensar lo impensable: 30 años después
Introducción
Tres décadas han transcurrido desde que la humanidad fuera testigo de uno de los episodios más horrorosos de la historia reciente, que pasó desapercibido y hasta ocultado para omitir la misión internacional de proteger, la intervención, y así poder evitarlo. Al contrario, prácticamente todos los actores principales hicieron oídos sordos a los presagios que anunciaban la conversión en Ruanda en algo peor que el mismísimo infierno pues, en esa nación, llamada “la Suiza de África” o el “país de las mil colinas” en apenas cien días fueron asesinadas al menos 800.000 personas, entre abril y julio de 1994. Eso fue, en promedio y tomando las cifras más bajas, un aproximado de seis asesinatos por minuto, 333 por hora, 8.000 al día. Las estimaciones superiores elevan a 1,5 millón el número de víctimas.
Una vez iniciado el genocidio, que por bastante tiempo no fue reconocido como tal y hubo incluso resistencia a admitirlo así, el 7 de abril, las grandes potencias no intervinieron y dejaron todo librado al azar. Dentro de la poca cobertura mediática que tiene lo africano, en general los medios de comunicación calificaron lo desarrollado en territorio ruandés como “conflicto tribal”, “lucha atávica”, “guerra civil” y otras expresiones que no reflejan cabalmente la integridad de lo allí sucedido o que, peor, distorsionaron el contenido bajo miradas estereotipadas siempre muy presentes en el tratamiento informativo de África y sus sociedades definidas usualmente como “primitivas”, “feroces”, etc.
Si bien se daba una guerra civil desde 1990, sobre lo iniciado a partir del 7 de abril de 1994, jornada escogida por Naciones Unidas como “Día Internacional de Reflexión sobre el Genocidio cometido en Ruanda” (desde 2004), aplica a la definición legal e internacional sobre el proceso que implica la voluntad ejecutora estatal de eliminar a un grupo puntual, fundada para el caso en motivos étnicos. En resumen, lo acontecido no fue un mero choque entre hutus y tutsis, como se acostumbra a opinar desde el sentido común (apreciación aún hoy vigente). La predisposición asesina de un Estado, manejado por la élite hutu, del componente de la mayoría de la población ruandesa (el 85%) en uno de los países más homogéneos a nivel poblacional del continente, logró el genocidio más rápido de la historia humana sobre la etnia minoritaria tutsi (cerca del 14%) y hutus quienes se negaron a participar de las matanzas orquestadas a plena luz del día y sobre todo utilizando armas blancas, en particular machetes. Casi nadie a nivel mundial se escandalizó en su momento por “Una temporada de machetes” mencionando el título de una obra que narró muy bien el proceso. Ruanda devino un auténtico baño de sangre. En un país mayormente cristiano, varios sacerdotes alentaron masacres y no mostraron rechazo, incluso al ser cometidas la mayoría de las matanzas en recintos religiosos, como en la iglesia católica Ntarama cuando, el 15 de agosto de 1994, por lo menos 5.000 personas resultaron masacradas, sin contemplación de edad ni nada.
Construyendo las diferencias Ruanda, antes de ser el país actual, pasó por la dominación colonial -primero alemana, luego belga- hasta 1962, año de su independencia. La etapa del colonialismo construyó el mito de la división bipartita de dos “razas” principales bien diferentes en el territorio y dio la supremacía a los tutsis, en una jerarquía donde twas y hutus ocupaban una posición inferior. En 1932 el Estado colonial categorizó formalmente lo que entendía eran tres razas, de acuerdo a signos morfológicos. Previo a ello los viajeros europeos del siglo XIX comenzaron a difundir la idea de un origen camita de los pastores tutsis que los hacía superiores a los agricultores hutus, la denominada “tesis camita”. Al parecer es más lo que une a hutus y tutsis de lo que los separa, siendo las diferencias irrelevantes. En efecto, hablan el mismo idioma, el kinyaRuanda (empleado por más del 90% de la población), pero el colonialismo fogoneó las diferencias, tratándose más de un marcador socioecónomico, denotando un nivel adquisitivo, que una raza (al entender de la mentalidad del siglo XIX) o una etnia.
Así llegó el siglo XX y esta explicación divisoria adquirió carácter científico apareciendo en libros de historia y utilizada como propaganda política hutu contra tutsis. Se erigió el mito de que hutus fueron siempre víctimas de tutsis y se construyó la idea de que esta minoría representaba una amenaza permanente, estereotipada como malvada y regente de un sistema feudal favorecido por el colonialismo, una lectura que funcionó en calidad de válvula de escape de otros problemas, como la pobreza. Y, con todo ello, se planteaba que el dominio hutu sería superador. En definitiva, la etapa precolonial, al contrario de lo que vino, fue de convivencia bastante pacífica. Con la independencia se invirtieron las relaciones de poder y, a partir de allí, la violencia sería instrumentalizada contra la minoría tutsi en contextos críticos. En 1959 comenzó la “Revolución Hutu” y a cristalizar la idea de que el país pertenecía a este grupo, dando comienzo a matanzas periódicas, la pérdida del poder tutsi y la caída de su monarquía, siendo el grupo favorecido previamente por el poder colonial ahora excluido. Por ejemplo, en 1962, 130.000 tutsis habían sido expulsados a campamentos de refugiados en países vecinos. Al año siguiente, una nueva guerra civil dejó un balance de 20.000 muertes. En 1972 se erigió un sistema institucionalizado de discriminación con cuotas impuestas y muchos tutsis perdieron sus empleos, entre otros perjuicios, siendo la cuota escolar solo del 9% para el alumnado tutsi. En consecuencia, llegó a ser de 600.000 la población tutsi que debió refugiarse. Pero estas cifras quedarían pequeñas frente a lo que fue la década de 1990.
Instigando el odio
Llegado 1994, en un clima de crisis económica desatado con antelación y, debido en gran parte a la caída del precio internacional del café, la atmósfera se cortaba con cuchillo. Entonces, si bien ya se habían dado momentos críticos de violencia étnica, la muerte en circunstancias no esclarecidas del presidente ruandés Juvenal Habyarimana y su par del vecino Burundi, Ciprien Ntaryamira, al retorno de un viaje a Arusha (Tanzania) del cual habían participado de reuniones para finalizar la guerra civil, encendió la mecha del genocidio el 7 de abril. El avión en el que se transportaban resultó derribado (en apariencia) por grupos tutsis (acusaron unos) o por facciones hutus (indicaron otros). Como sea, ya era tarde para prevenir. Empero, ya se habían dado preparativos.
El Estado ruandés repartió armas blancas y de fuego con antelación a abril de 1994, adquiridas en el extranjero, destacándose los machetes. Entre enero de 1993 y marzo de 1994 el gobierno importó más de 500.000. Además, la Radio Télévision Libre des Mille Collines, en vez de reproducir música, a través de emisiones diarias, fomentó el odio hacia el grupo tutsi, meses antes y durante el genocidio. En las narraciones se podían oír frases como “Vamos a matar cucarachas” o “Cuidado con la serpiente. Cuando vea una, mátela, porque si usted no lo hace ella lo hará”, y otras. Las fuerzas que llevaron a cabo el genocidio fueron armadas por el Estado y lo hicieron a plena luz del día. Fue necesario grabar en la mente que la población tutsi no merecía vivir, se las asimiló a “inyenza” (cucarachas). En el proceso genocida la deshumanización del otro es fundamental. Además lo sacro, asesinar familiares, amistades, colegas, se tornó casi una obligación religiosa. Previo a abril de 1994, se habían formado grupos extremistas que serían los principales perpetradores genocidas. Por ejemplo, la Revista Kangura enunció los “Diez Mandamientos Hutus” (diciembre de 1990) en un intento de reafirmar la pureza étnica hutu. El documento es muy claro: el trato hutu con tutsis tildado como traición. En particular, el punto octavo es contundente: “Los hutus deberán dejar de tener piedad con los tutsis”. Al respecto, esto último se cumplió a rajatabla.
A comienzos de los años 1990 aparecieron nuevas organizaciones progubernamentales y paramilitares muy reaccionarias, con la difusión de una encendida propaganda antitutsi. Por ejemplo, surgió el “Poder Hutu”, siendo el objetivo de este grupo expulsar al tutsi de Ruanda y sus cómplices hutus, no eliminarlos. Entre varios partidos políticos, se fundó el Comité por la Defensa de la República, cuyo objetivo era controlar las actitudes permisivas del gobierno hacia tutsis y aliados. También fueron publicadas listas de personas sospechosas a quienes se las rastreó sin cesar y, de paso, se exterminó sin contemplaciones familias enteras. En efecto, las huestes genocidas parecían competir entre sí, por ejemplo, los líderes de las Interahamwe (“Los que matan juntos”), otro grupo extremista surgido para la época, se vanagloriaban de poder exterminar a 1.000 tutsis en apenas veinte minutos. En 1994 esta milicia contaba con 300.000 integrantes.
Algunas consecuencias
El genocidio, que acabó con el 11% de la población ruandesa (de casi 8 millones en la víspera) y diezmó en un 70% al grupo tutsi, revuelve las tripas y convirtió al país en una gran fosa común. La devastación fue total, el país africano vio una caída del 50% de su PBI y se ubicó entre los más empobrecidos del mundo, trepando la pobreza a un 70% comparada al 53% de 1993. La población civil se prestó sin más a colaborar con el genocidio y garantizó su éxito. Lo sucedido en ese punto de los Grandes Lagos africanos también repercutió negativamente a nivel regional con una crisis sin precedentes en materia humanitaria. Alrededor de 3 millones de personas huyeron del país. De hecho, el vecino Congo, aquejado por un gravísimo conflicto armado que lleva más de un cuarto de siglo, pero ignorado, carga hoy día consecuencias del exilio de muchos hutus genocidas que se salvaron gracias al traslado provisto por Francia al término del genocidio. Sin embargo, cometieron más matanzas al toparse con civiles tutsis que habían buscado refugio en el vecino gigantesco.
Pacificar Ruanda no fue fácil pero el Frente Patriótico Ruandés (FPR), que lo gobierna desde 1994, tomó el poder, poniendo término a una guerra civil desencadenada en 1990, y desde allí no lo ha soltado. Se trata de una agrupación armada surgida en 1987 en Uganda, de la mano de un tutsi, Paul Kagame, quien gobierna Ruanda con puño de acero desde 2000 en calidad de presidente. Mantiene una imagen confiable en el exterior, tiene aliados poderosos y conserva el orden interno a base de un control estricto que implica un velo democrático y victorias “intachables”, por ejemplo, la más reciente con el curioso 99,18% de los votos. Kagame es temido y a la vez querido. Ha construido una imagen de salvador del país y se habla del “milagro económico ruandés”.
Una nación devastada por el genocidio que salió a flote y se recuperó brindando una imagen de gran estabilidad (pese a los desequilibrios internos, como la pobreza). En suma, ofrece una imagen ideal para el turismo, de prosperidad y paz -Kigali es una ciudad floreciente-, habiendo crecido la economía nacional, en promedio, un 9% en los últimos tres años. Sin embargo, pese a haber modernizado Ruanda, Kagame sobrelleva varias críticas, entre un trato durísimo a la oposición, el asesinato por encargo a figuras opositoras en el exilio, arrestos arbitrarios, hostigamiento a la prensa no partidaria, o proscripciones políticas. En efecto, solo pudieron participar en la última elección de julio dos candidatos de la oposición. Kagame pretende gobernar hasta 2034 y todo parece indicar que lo logrará tras ganar elecciones en 2003, 2010 y, reforma constitucional mediante, en 2017, además de este año siempre con cifras abultadas.
También Kagame impulsó la justicia y un proceso de reconciliación postgenocidio. Una gran novedad a nivel global, se erigió el Tribunal Penal Internacional para Ruanda (TPIR), en noviembre de 1994. Por más de una década trabajó en los casos de genocidas y concluyó con 61 condenas. Además de tribunales ordinarios, desde 2001, aquel tribunal internacional se complementó con tribunales tradicionales, llamados gacaca. En estos últimos pasaron personas ordinarias y se las juzgó por crímenes cometidos entre 1990 y 1994 que de otra forma, en el Tribunal creado en 1994, no hubiera sido posible hacerlo por cuestiones de jerarquía. Por los gacaca desfilaron personas ordinarias que no hubieran obtenido justicia por la otra vía, tratándose delitos cometidos desde 1990 a 1994 y con 11.000 personas procesadas. Menos fueron juzgadas en los ordinarios, 6.000 de 120.000. Pese a varias críticas en la forma en que se llevó a cabo la justicia postgenocida, sin embargo, la “pacificación” en Ruanda, a partir de julio de 1994, implicó la muerte de unos 25.000 hutus tras la llegada al poder del FPR y la de su líder. Un tono de venganza del cual es incomodísimo hablar.
En la Ruanda de hoy negar el genocidio más veloz de la historia es delito. Sin embargo, admitir las matanzas postgenocidio o criticar la figura presidencial también es considerado delictivo. Paradojas.
Publicado en:
https://congresojudio.org/ed-no66-ruanda-pensar-lo-impensable-30-anos-despues/ (Congreso Judío Latinoamericano – publicación Coloquio).