Un mosaico sostenido con pinzas
Un país peculiar de África. Con su antiquísima iglesia cristiana, un imperio con más de 700 años de historia, un linaje de monarcas venerados por varias comunidades –no solo en el territorio– y el orgullo de ser casi la única soberanía africana que no cayó en poder de los tentáculos del colonialismo europeo a fines del siglo XIX, Etiopía es, sin dudas, una tierra fascinante, con maravillas para atrapar al turismo internacional, como las iglesias de Lalibela y las fortalezas en Gondar, en una nación que por siglos legitimó su poder en un simbolismo sacro. Emblema del panafricanismo, la sede de la Unión Africana se encuentra en Addis Ababa, la capital de este país, que supera los 110 millones de habitantes y está marcado por sus contrastes. Una diversidad que, en muchos casos, condujo a diferentes escenarios conflictivos, que ponen a prueba el armado federal étnico bajo el gobierno del recién reelecto primer ministro Abiy Ahmed Ali, premio Nobel de la Paz 2019 por su política de reformas y su obra de pacificación de la región.
TIGRAY Y AHMED
En general, a lo largo de la historia etíope ha habido una buena convivencia entre las dos religiones principales: el cristianismo ortodoxo y el islamismo. Las líneas de división críticas atraviesan lo étnico. Hay varios ejemplos de grupos que vienen denunciando desprotección y marginación frente a las políticas del gobierno federal. Un caso de relaciones tensas es el suscitado en Tigray, una región limítrofe con Eritrea, que fue noticia sobre todo a fines del año pasado, cuando Ahmed declaró la guerra a su gobierno local, dirigido por el Frente para la Liberación de Tigray (TLPF, por su sigla en inglés).
El 4 de noviembre, el Nobel ordenó intervenir en la región, a la que tildó de rebelde, donde viven más de 5 millones de personas. Dispuso el reemplazo de la formación allí gobernante por una conducción afín al Partido de la Prosperidad, la coalición con la que cerró filas a fines de 2019 y de la que excluyó al TPLF, que dominaba la política nacional desde 1991. La etnia tigriña, que predomina en las filas de la formación excluida, aduce, desde hace años, no sentirse representada frente a los intereses del Ejecutivo etíope. Luego de que Tigray celebrara elecciones locales en setiembre de 2020 (pese a las restricciones impuestas por la pandemia y la postergación decretada a nivel federal), las relaciones con Addis Ababa comenzaron a complicarse aún más. A comienzos de noviembre ocurrió el detonante del conflicto: el ataque, denunciado por Ahmed como obra del TPLF, a una de las bases militares más importantes del país.
No bien empezó la guerra, proliferaron las acusaciones mutuas sobre violaciones de los derechos humanos y otros delitos, y la confrontación contó con la participación de la vecina Eritrea, firme aliada del gobierno etíope. También a las tropas de ese país vecino se las acusa de cometer crímenes contra la población civil. La masacre perpetrada en la localidad de Mai Kadra, que el 10 de noviembre dejó al menos 700 civiles asesinados, es un ejemplo de este panorama desolador. Addis Ababa responsabilizó de lo ocurrido en Mai Kadra a milicias de Tigray, pero estas acusan al gobierno federal.
Los llamados de Estados Unidos a la pacificación y las alertas sobre un posible genocidio en Tigray llegaron a pocas semanas de los primeros enfrentamientos. Ronda el fantasma de lo sucedido en Ruanda en 1994, y organizaciones de derechos humanos y medios como The New York Times hablan de eventuales casos de limpieza étnica en el norte de Etiopía, frente a la pasividad generalizada de la comunidad internacional. Como reflejo de esta terrible crisis, transcurrido apenas un mes de combates, 40 mil etíopes se agolpaban en Sudán en carácter de refugiados. Al presente son más de 70 mil las personas refugiadas en países vecinos y aproximadamente 2 millones quienes se han desplazado internamente.
Para agravar el cuadro, el gobierno de Etiopía bloqueó el acceso de los medios de comunicación a la región en conflicto. Las redes sociales, de todos modos, han propiciado un buen caudal de información. A muy pocas semanas de iniciada la guerra, el primer ministro dijo tener la situación bajo control y celebró la captura de la capital de Tigray, Mekele, con la que dio por finalizados los combates. Sin embargo, las noticias de enfrentamientos no han cesado: el mes pasado el gobierno etíope debió anunciar el comienzo de la salida de las fuerzas eritreas para descomprimir, así, una situación que no le estaba haciendo ningún favor a su imagen internacional.
Luego, a fines de junio, Ahmed declaró unilateralmente una tregua. Mientras tanto, las fuerzas del TPLF afirmaron haber recapturado Mekele. En el momento en que se escribe este artículo, la crisis humanitaria llega a extremos preocupantes y la Organización de las Naciones Unidas (ONU) reporta que más de 400 mil personas se hallan en riesgo de hambruna severa y hasta 4 millones carecen de alimentos. Persisten las masacres y las ejecuciones extrajudiciales y la acción de grupos armados que impiden la llegada de ayuda humanitaria. En definitiva, más del 90 por ciento de la población de Tigray necesita algún tipo de asistencia. El gobierno federal relativiza las cifras, mientras que en el exterior se compara la situación con la terrible hambruna sufrida en Etiopía entre 1984 y 1985, que dejó alrededor de 1 millón de muertes. Al presente se estiman unas 350 mil personas a punto de morir de hambre como producto del deterioro de las condiciones en Tigray. Médicos sin Fronteras denuncia que el hambre se ha instrumentalizado como un arma de guerra por todas las facciones en pugna.
UN EQUILIBRIO ÉTNICO EN CRISIS
Ya pasó un año del asesinato, a manos de la Policía, del popular activista y cantante Halechu Hundessa, convertido en un ícono de la causa de la etnia oromo. En su momento la noticia fue recibida con indignación como parte del ciclo de protestas con las que ese grupo étnico, el más grande del país –alrededor del 35 por ciento de la demografía–, lleva tiempo reclamando a Addis Ababa varias demandas.
La región de la Oromia, en el centro y el sur del país, es un polvorín y un ejemplo más de la complicada situación y el esfuerzo por mantener un delicadísimo equilibrio étnico en una federación de las proporciones de Etiopía. El paso de los meses no ayuda a enfriar el malestar. En vísperas de las elecciones del 21 de junio (postergadas varias veces por la situación sanitaria y por cuestiones de seguridad), algunos sectores oromos alentaron a boicotear el proceso electoral. Una vez anunciado el resultado, dos agrupaciones anunciaron la formación de un gobierno de transición, desconocieron la reelección de Ahmed y lo acusaron de creciente autoritarismo. El malestar en la región no amaina.
En el pasado, la situación de la etnia somalí, populosa en el este y en queja permanente por el trato dispensado por la administración federal, fue una de las causas principales de un conflicto armado con la vecina Somalia. La llamada Guerra del Ogadén, entre 1977 y 1978, involucró el apoyo de las superpotencias y de Cuba en el marco de la Guerra Fría. Es que el Estado más oriental del Cuerno de África reclama tierras etíopes, aduciendo que la mayoría de la población de allí es somalí. El desenlace de esta confrontación alteró las relaciones de poder en ambos países y precipitó la caída del gobierno de Somalia años más tarde, lo que explica los dificilísimos últimos 30 años de ese país, uno de los más pobres del planeta. En el Ogadén, donde viven más de 12 millones de personas, el 21 de junio no se pudo votar, debido a las frágiles condiciones de seguridad.
En la región de Benishangul-Gumuz, en el oeste, la violencia parece ser la norma. Entre fines de diciembre y principios del año en curso los ataques alcanzaron un pico sin precedentes, con más de 150 víctimas en apenas 20 días, producto de conflictos locales por el reparto de recursos. El patrón subyacente a esta violencia está en los clivajes étnicos: la población gumuz enfrentada a sus vecinas amhara y oromo a través de movimientos poblacionales que las interrelacionan. También en esta región las elecciones recientes fueron impedidas por la creciente violencia y debieron celebrarse con retraso. Mientras tanto, el gobierno local, con el aval del federal, negocia la admisión de miembros de la disidencia armada para componer la administración de este estado de base étnica.
CONFLICTO REGIONAL POR EL NILO
La administración de Ahmed debe lidiar con Egipto y Sudán por una cuestión muy sensible: el aprovechamiento de las aguas del río Nilo. Estallada la crisis en Tigray, se denunciaron ataques armados en la frontera sudano-etíope. Pero la principal batalla se libra en el frente diplomático. Egipto acusa a Etiopía de querer sacar provecho del acopio de aguas nilóticas por medio de la construcción de la mayor obra hídrica de África: la Gran Represa del Renacimiento Etíope. Además de concebirla como política de Estado, Etiopía intenta no perder su papel como pivote de estabilidad y potencia regional en el siempre frágil Cuerno de África, asolado por la crisis humanitaria, en parte alimentada por la guerra en Tigray, a la que se suma una inédita y gigantesca invasión de langostas.
Con un costo que ronda los 5.000 millones de dólares e iniciada hace una década, la Gran Represa del Renacimiento Etíope pone en jaque las relaciones entre los tres Estados que se verán afectados. El gobierno egipcio no tuvo reparos en declarar, a comienzos de abril, que avanzará por la vía armada si Etiopía «infringe su soberanía» en el llenado de la represa, esto es, si supera un volumen de agua que Egipto considera crítico para su suministro. Para intentar apaciguar los ánimos, Addis Ababa ha declarado, por ejemplo, que la construcción servirá para detener inundaciones del lado sudanés de la frontera, a apenas 30 quilómetros de la represa.
El diferendo está comenzando a llamar la atención internacional. La ONU ha ofrecido, por segunda vez, sus esfuerzos en pos de resolver el asunto pacíficamente. En 2020 una sesión del Consejo de Seguridad de la ONU incluyó una discusión entre las partes, un debate agrio en el que la cancillería egipcia denunció el accionar etíope y subrayó lo que entiende son malas intenciones de su parte. El país acusado respondió culpando, a su vez, a Sudán y Egipto de mantener una suerte de resabio colonialista al impedirle la gestión y el aprovechamiento de sus propios recursos. Varios intentos de mediación han fracasado, incluso uno con la Unión Africana de garante. Días atrás Etiopía oficializó su postura de emprender, por segundo año consecutivo, una segunda fase de llenado en forma unilateral, lo que encoleriza aún más a los gobiernos de El Cairo y Jartum.
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