Una pandemia se vive una vez
El Covid-19 fue el hecho decisivo de 2020 y seguirá siéndolo en 2021, hasta tanto la vacunación logre un alcance masivo. Qué implicancias políticas y sociales despertó. El retorno de los demócratas en los Estados Unidos y el nuevo mapa de poder.
Es microscópico y altamente contagioso, más que nada por vía respiratoria. Por lo general, es mucho más peligroso en población anciana que en la joven y en personas con patologías preexistentes. El coronavirus llegó para quedarse desde un primer foco infeccioso en Wuhan, China, a partir de diciembre de 2019, expandiéndose por ese país, Corea del Sur e Irán como principales epicentros asiáticos, para luego arribar a Europa, donde Italia fue la principal plaza de contagio continental. A fines de abril, esta nación contabilizaba casi 25.000 muertes. Como reguero de pólvora, si a fines de febrero se registraban en el mundo menos de 100.000 casos, a mediados de noviembre la cifra superó los 62 millones. El planeta quedó transformado y el Covid-19 se llevó el protagonismo indiscutido de 2020.
Hay quien lo denominó el «virus chino» y las culpas se repartieron. Lo cierto es que, teorías van y vienen, la invisibilidad del virus es inversamente proporcional al daño en términos globales, tanto desde su impacto en el campo sanitario como en el económico, a causa de las restricciones comerciales que se llevaron adelante en varios mercados.
Al momento, el coronavirus ha matado en el mundo a más de 1,46 millón de personas. Solo en los Estados Unidos se dieron más de 13 millones de contagios y más de 265.000 decesos. La dimensión de la crisis económica desatada es comparable al efecto de la de 2008. A principios de marzo, conforme datos de la Conferencia de la Naciones sobre Comercio y Desarrollo (Unctad, por la sigla en inglés), el Covid-19 ya había costado US$ 50.000 millones al mundo y el FMI prevé una caída global del PBI del orden del tres por ciento al término del año. Según estimaciones de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) de comienzos de abril, el coronavirus destruyó 195 millones de puestos laborales en el segundo trimestre a escala global al explicar que cuatro de cada cinco trabajadores se encontraban con sus tareas completamente paralizadas. En los Estados Unidos mayo fue un mes catastrófico para la economía. Se perdieron 20,5 millones de puestos laborales (elevándose al 13,3 por ciento el desempleo), un récord desde que la Oficina de Estadísticas Laborales comenzó a llevar registros, en 1939.
Dadas las restricciones de movilidad, el turismo fue un rubro terriblemente golpeado por la pandemia. Las llegadas de turistas internacionales cayeron un 70 por ciento en total durante los primeros ocho meses respecto a 2019, lo que se traduce en pérdidas del orden de los US$ 730.000 millones, cantidad ocho veces superior a la registrada durante la crisis de 2008, según la Organización Mundial del Turismo (OMT). Como si fuera poco, el mercado petrolero registró en 2020 el peor año de su historia a causa de la pandemia y las medidas dispuestas, que atentaron contra la demanda de crudo. A mediados de abril el precio del barril se desplomó por una sobreoferta, con un valor negativo por primera vez en su historia, de US$ -37,63 según la cotización WTI (USA), a mayo.
El paisaje, sobre todo el urbano, fue cambiando a lo largo del año a medida que el coronavirus avanzó por el mundo velozmente, alentado por la hiperglobalización. Barbijos, máscaras de protección, distanciamiento social, cielos casi ausentes de toda aeronave, ciudades fantasmas se hicieron postales de la imagen de un mundo nuevo. La naturaleza recobró espacio perdido. Sin humanos a la vista, animales se pasearon por calles y caminos. Sin embargo, con el pasar de los meses, y a partir de reaperturas escalonadas, el ritmo de vida fue retomando cierta habitualidad sin perder, en muchos casos, los hábitos imprescindibles de cuidado y control. Pero si bien el virus dio un respiro volvió a la carga en el otoño del hemisferio norte. En Europa, la segunda ola fue implacable y España, Bélgica, Italia y Francia, entre otros países, volvieron a fase uno en octubre. La última devino en el país más afectado del Viejo Continente, convirtiéndose en el cuarto a escala mundial en superar los dos millones de casos.
En el origen, la respuesta estatal a la pandemia no fue uniforme. Claramente, los Estados Unidos y Brasil priorizaron mantener la actividad económica. Algunos países tomaron medidas tempranas como confinamientos estrictos con el objetivo de evitar la propagación: España, Francia, India, Israel, Sudáfrica, la Argentina, Chile y Colombia, entre otros. Otro grupo fue más flexible y aplicó regulaciones diversas, como el conformado por Rusia, Alemania, Suecia, México o Uruguay.
Jair Bolsonaro, presidente brasileño, desafió al virus explicando que era una «gripecita» aunque sufrió el embate de lo que semanas antes, envalentonado, desafiaba, con una recuperación lenta. Donald Trump, quien en febrero de este año fue absuelto por el Senado en el juicio político que se le seguía y en enero verá expirado su mandato, también se mostró invencible frente al pequeño agente patógeno y las cifras fueron en aumento vertiginoso a la par que anunciaba, con orgullo, que se le estaba dando batalla, dio consejos nada ortodoxos sobre cómo lidiar con el virus y acusó a China de iniciar la pandemia, además de pelearse con la OMS.
El megamagnate estadounidense también enfermó al igual que Boris Johnson, Primer Ministro en el Reino Unido, nación que comenzó 2020 con una gran novedad, su salida oficial de la Unión Europea bajo el Brexit, proceso que aún no está del todo cerrado, pues ha sido más en el papel que en la práctica y aparecieron los desacuerdos. Las islas británicas atraviesan la peor recesión de los últimos 300 años, con una caída estimada este año del 11,3 por ciento del PBI.
En los Estados Unidos las medidas fueron más focalizadas en casos concretos de Estados, no la mayoría. En África oriental, quien fuera comparado desde Occidente con el mandatario brasileño, el presidente tanzano John Magufuli acaparó la atención al decir que el virus podía vencerse con recetas tradicionales y rezos regulares, además de que el gobierno dejó de dar cifras de la situación epidemiológica. Al líder tanzano, como a otros, se lo tilda de autoritario y de aprovechar, tema en agenda no solo en ese país, las medidas sanitarias y de cuidado como una excusa para mantener a raya a la oposición, mediante la vigilancia y la represión. En ese sentido, sobre el régimen de Nicolás Maduro en Venezuela también recayó una acusación de ese tono. Por caso, a fines de agosto, un informe de Human Rights Watch (HRW) hizo visibles decenas de casos de persecución, hostigamiento y acoso en meses previos.
La situación pandémica se democratizó: afectó a todas las sociedades sin discriminar contagios entre privilegiados y desfavorecidos, pero se ensañó en muchos casos con los sectores más vulnerables, como migrantes, refugiados y, en general, habitantes de zonas donde el acceso al agua potable y un simple lavado de manos, la primera recomendación de la OMS, serían pensar en casi un lujo.
América: el más golpeado por coronavirus
Aunque a principios de año no era tan visible, la pandemia comprometió a América seriamente. A comienzos de septiembre, un informe de la OMS notó que solo los Estados Unidos y Brasil concentraban casi el 75 por ciento de casos del continente. Desde el inicio del mal hasta ese momento, el continente superó los 14 millones de casos, el 52 por ciento del total mundial, con casi 485.000 muertes, 55 por ciento del global.
Pese a que casi todos los gobiernos tomaron medidas temprano, excepto Brasil, América latina se vio desbordada y superó a los Estados Unidos y Europa en contagios. A fin de mayo, la OMS declaró que la región se había convertido en epicentro de la pandemia. En la ciudad ecuatoriana de Guayaquil se asistió al drama de desbordamiento con cadáveres desperdigados en las calles. Entre abril y mayo, Ecuador se posicionó segundo en número de muertes tras el mucho más grande y poblado país verdeamarelo, que lidera en contagios con más de seis millones, seguido por la Argentina y Colombia, con 1,41 millón y 1,3 millón, respectivamente.
En cuanto a indicadores económicos, América latina y el Caribe pueden sufrir una caída del PBI del 7,9 por ciento, según el Banco Mundial. La región en julio se convirtió en la de mayor cantidad de puestos laborales destruidos por culpa de la pandemia, alcanzando el record de 41 millones de desempleados, según datos de la OIT. Lo anterior indica que a los 26 millones que se encontraban sin trabajo antes, se sumaron 15 millones que perdieron sus empleos con la llegada del coronavirus. Un problema que merece atención es que gran parte de la economía es informal, lo que dificulta la posibilidad de respetar los confinamientos, además de la pobreza y el hacinamiento. Hay al menos 140 millones de personas trabajando en condiciones informales, alrededor de la mitad de su fuerza laboral.
Una gran expectativa estuvo puesta en Bolivia, que terminó 2019 e inició este año con un gobierno de facto de casi un año de duración, tras la renuncia de Evo Morales luego de haber ganado elecciones y de desatarse tres semanas de protestas, con más de 30 muertes y las presiones de sectores que, hartos de su larga permanencia en el sillón presidencial, lo tildan de autócrata de izquierda. Así que el Estado Plurinacional tuvo dos elecciones generales en un año, en un clima de polarización irreconciliable y peligroso. La presidenta de facto, Jeanine Añez, convocó a elecciones para el 3 de mayo pero fueron aplazadas varias veces, incluyendo a la pandemia entre los motivos. Finalmente, el 18 de octubre el MAS se impuso por una amplísima mayoría del candidato Luis Arce que permitió el retorno del partido de Evo Morales al poder, luego de su abrupta partida que puso a Bolivia en los informativos y al nivel de lo que venía sucediendo en Chile, Ecuador y Perú, con gobiernos de tono político completamente opuestos.
El retorno del expresidente boliviano despertó la algarabía entre sus simpatizantes, con unas 500.000 personas que fueron a recibirlo exactamente en el lugar donde había salido un año antes, siendo un golpe muy duro para la derecha. Añez, quien un mes antes de las elecciones generales 2020 había levantado su candidatura presidencial violando la ley electoral, había llamado a no votar por el MAS. Varios desafíos tiene el electo Arce, exministro de Morales pero con un perfil más conciliador que el de su mentor, como recuperar una economía destrozada, según indicara en campaña, tras la gestión de Añez y los estragos de la pandemia.
Chile sigue despierto desde que en octubre del año pasado comenzara un impresionante movimiento de protesta contra un modelo económico que lleva 30 años. Este año se recordó el primer aniversario de la movilización que parece estar cambiando la historia del país trasandino y reclama la salida del presidente Sebastián Piñera. A fines de octubre se celebró la aprobación por mayoría de la nueva constitución, tras un plebiscito anticipado con bombos y platillos, hecho que despierta amplias expectativas en gran parte de la población tras un agotamiento generalizado.
Pero las cosas fueron peor en el vecino Perú, que atraviesa un 2020 más que crítico. A la crisis económica galopante –según el Banco Mundial, es el más golpeado por la pandemia en Sudamérica– con una retracción prevista del PBI del 12 por ciento, se suma la crisis sanitaria, el dato de ser la nación del mundo con mayor cantidad de casos por cada 100.000 habitantes y, novedad de las últimas semanas, la debacle política. Tres presidentes en una semana y el pueblo en las calles. El nuevo mandatario interino, Francisco Sagasti, promete acabar con el desconcierto político y, como prueba de ello, fijó fecha de elecciones generales en abril de 2021. La situación en Guatemala recuerda en algún modo a la peruana, el hartazgo, pues turbas iracundas se abatieron contra el Congreso y lo incendiaron en noviembre, en un clima de descontento social en el cual se exige la renuncia del presidente Alejandro Giammattei tras la aprobación de un presupuesto 2021 con menos gasto social y que, producto de las protestas, fue suspendido.
Reactivación de frentes de conflicto
A los conflictos de décadas, como el palestino, el afgano o la rivalidad entre Pakistán e India, además de guerras civiles de años en Siria o Yemen, hay que sumar la tensión entre los Estados Unidos e Irán, la cual trepó a un nivel pavoroso a comienzos de año, amenazando hasta con una nueva guerra mundial, mientras el coronavirus todavía no era un motivo de alarma global. Si bien Medio Oriente siempre es una zona caliente, la muerte del máximo general iraní, Qasem Soleimani a manos de un ataque estadounidense en Bagdad como represalia agitó las aguas y llevó la preocupación hasta Washington sobre las posibles repercusiones, cuando Teherán prometió venganza contra los asesinos de un militar considerado un héroe nacional. Trump declaró que la operación no tuvo como intención iniciar una guerra ni alterar el gobierno iraní. Dispuso el refuerzo militar en la región y varios países aliados hicieron lo propio por temor a posibles ataques iraníes o de sus socios. Desde la Casa Blanca se reforzaron las sanciones que pesaban sobre Irán. Si bien la amenaza de una confrontación directa y el posible empleo de armamento nuclear se disiparon, la rivalidad no cesa. La caída de Suleimani generó una crisis sin precedentes desde la Revolución iraní de 1979.
Desde luego las consideraciones sobre la política internacional jugaron su papel en torno a la campaña electoral y los resultados electorales del 4 de noviembre en los Estados Unidos, cuando el binomio Biden-Harris se impuso ante la posibilidad de reelección de Trump, quien se negó a aceptar el escrutinio y denuncia maniobras fraudulentas. En la previa, el panorama se tensionó con choques entre partidarios de ambas fuerzas y se temió un clima de violencia capaz de perjudicar la celebración de comicios. La actual senadora y exfiscal por California, Kamala Harris, secundando a Joe Biden, será la primera vicepresidenta de la historia estadounidense, además, con ascendencia afro (jamaiquina) e india.
En las siempre complicadas relaciones entre Rusia y los Estados Unidos este año se han dado dos novedades. En materia de sanidad y el panorama pandémico, el lanzamiento de la vacuna rusa Sputnik ha puesto en el tablero una nueva dimensión en la rivalidad. El otro aspecto es el recambio presidencial, producto de la victoria del candidato demócrata. Rusia y China son los grandes rivales del país americano y, a juzgar por el silencio de Vladimir Putin sobre la victoria de Biden, pareciera ser que no cambia mucho las difíciles reglas de juego. En efecto, el ganador del 4 de noviembre pasado, como exvicepresidente, vio como un enemigo poderoso al Kremlin y no tuvo problema en acercarse a líderes prooccidentales de Ucrania en el conflicto que la enfrenta hace años a Moscú. Al menos, un frente de conflictividad menos, no han surgido nuevas acusaciones de interferencia rusa en las elecciones de noviembre. De todos modos, el conflicto con los Estados Unidos y Occidente a Putin le sirve para forjar su poder y su legitimidad.
Rusia dio muestras de su peso geoestratégico al mediar en la guerra que estalló a fines de septiembre entre Armenia y Azerbaijan. Tras seis semanas de beligerancia, Moscú garantizó el cumplimiento de un alto el fuego entre las dos partes, mejorando sus relaciones con Turquía. La contienda se centra en la disputada región de Nagorno Karabaj (o República de Artsaj), un país autoproclamado pero que la comunidad internacional no reconoce, problemas derivados en parte del derrumbe de la antigua Unión Soviética. Desde el primer momento Bakú contó con más apoyo turco que nunca. Desde los círculos armenios se denunció el cometido de un nuevo genocidio contra objetivos civiles armenios, trayendo a colación lo sucedido en el Imperio otomano hace alrededor de un siglo, advirtiendo de la situación crítica en Artsaj, blanco del ataque de fuerzas azeríes y turcas. La guerra provocó más de 2300 bajas armenias y múltiples desplazamientos. El combate terminó pero no el conflicto en el Cáucaso. Rusia es la gran ganadora que mostró todo su peso. Si bien dos guerras olvidadas han dado muestras de ceder este año, en Sudán del Sur y en Libia, el yihadismo no tuvo descanso con pandemia global incluida. Más de una decena de países sufrió al menos un ataque en 2020, en puntos tan distantes entre sí como Malí, Mozambique, Francia, Afganistán o Indonesia.
El mismo día de la jornada más importante estadounidense y con toda la atención colocada allí, Etiopía entró en guerra y sumó más problemas a la región del Cuerno de África, la cual sufre una histórica plaga de langostas que suma a millones en riesgo de morir de hambre. El Primer Ministro del país Abiy Ahmed Ali, quien se hizo bastante conocido el año pasado al recibir el Premio Nobel de la Paz, casi en una ironía del destino, dispuso la movilización militar y el bombardeo de la región de Tigray, acusándola de no acatar el gobierno federal. Las relaciones venían mal de antes y el país africano vive pendiente del intento de equilibrar las desigualdades entre grupos étnicos que acusan a Addis Ababa de marginarlos. En el norte etíope ya se vive una nueva crisis humanitaria en el marco de un equilibrio de por sí bastante precario.
Del otro lado de África, días más tarde, despertó un conflicto viejo, que tiene como centro de la querella la posesión del Sahara Occidental, territorio que Marruecos considera propio tras romperse un alto el fuego vigente desde 1991. Ese año Aung San Suu Kyi, la actual Consejera Especial de Estado de Myanmar (Birmania), recibió el Premio Nobel de la Paz. Ella está en lo alto de la ola pues su partido arrasó en las elecciones parlamentarias de noviembre, pese a ser acusada de gobernar de facto. Pero sobre la birmana hay una objeción más grave, no defender a la minoría islámica rohingya del genocidio que perpetra el ejército nacional. En efecto, en septiembre el Parlamento europeo le retiró el premio Sajarov. No obstante su popularidad local no decrece, como han mostrado los comicios recientes tras los cuales resultó reelecta.
El descontento contra las medidas impuestas por varios gobiernos ante la pandemia desembocó en numerosas marchas y protestas en diversos países, muchas de las mismas anunciadas en el mundo digital. Varias de esas manifestaciones concluyeron con episodios de violencia, destrozos y choques entre manifestantes y la policía. Determinados sectores hicieron sentir su malestar contra el manejo de la pandemia a través de las redes sociales, como grupos anticuarentena. Hay diversidad de grupos negacionistas hasta un recrudecimiento de distintas formas de odio tomando como causantes de la enfermedad a chivos expiatorios precisos. Al respecto, el antisemitismo este año fue en ascenso, el virus es la excusa. La discusión por las vacunas también cruzó ese espectro de un odio inveterado.
A fines de mayo el movimiento #BlackLivesMatter comenzó a ser tema relevante. Un hecho de violencia policial, que no es una novedad en los Estados Unidos, encendió la indignación mundial. El asesinato, a manos de la policía, de un ciudadano afroestadounidense, George Floyd, en Minneapolis, provocó una cruzada global contra el abuso de las fuerzas de seguridad y marchas por los Estados Unidos y en diversas ciudades del planeta bajo la consigna, entre otras, #ICantBreathe (“No puedo respirar”) en referencia a la forma en que Floyd fue asfixiado durante el reducimiento por un exefectivo de la policía, Derek Chauvin, quien meses más tarde quedó libre bajo fianza. En muchas de las protestas se produjeron incidentes, represión y la destrucción de monumentos que simbolizan la esclavitud, el colonialismo y la trata esclavista. Varias estatuas de traficantes y de otros personajes fueron derribadas en distintas ciudades a manos de manifestantes enardecidos como un símbolo de liberación. El caso Floyd sirvió como disparador para reflexionar sobre la relación entre las fuerzas de seguridad y la población, y llevar a cabo mejoras y reformas.
Desde luego, la demostración de peso de las fuerzas del orden público no es solo una característica presente en los Estados Unidos. Los cuerpos negros tienen más vulnerabilidad frente al orden, así como más marginalidad. Muertes a manos de la policía u otras fuerzas del orden son la norma en otros países que acusan porcentajes importantes de población de origen africano en América.
En noviembre un afrobrasileño de 40 años, tras una discusión con una empleada del supermercado donde se hallaba de Porto Alegre, fue abordado por dos guardias de seguridad blancos que le propinaron una paliza mortal. Por eso en el gigante sudamericano, donde la pandemia se salió de control y las favelas son espacios sumamente vulnerables, el racismo estructural es de vieja data y la violencia estatal es constante. Se estima una víctima policial cada 23 minutos en Brasil.
La pandemia potencia lo malo. Las redes sociales permiten visibilizarlo, como en Nigeria, donde un movimiento contra la brutalidad de la policía trascendió los límites virtuales y territoriales del país más poblado de África. En otros países africanos el entorno digital sirvió para expresar el descontento ante mandatarios que buscan perpetuarse en el poder. Se dieron casos violentos en Guinea Conakry, Costa de Marfil, Tanzania y Uganda.
En Malí tuvo lugar un golpe de Estado en agosto. Las redes, una vez más, fueron la mejor manera de contarlo al minuto. Fuera de África subsahariana, a fines de agosto se destacó Bielorrusia, tras el sexto mandato consecutivo conseguido por Aleksandr Lukashenko, quien gobierna el país desde 1994 de un modo que la oposición tilda de autoritario y el resultado electoral levantara protestas inéditas en la historia del país de Europa oriental que es caracterizado como la última dictadura del continente. En la región, Bulgaria también la tiene difícil.
Asimismo, el espacio virtual funcionó como modalidad para expresar consternación y solidaridad. 2020 quedará en el recuerdo como el año de partida de una figura deportiva de reconocimiento mundial, Diego Armando Maradona. Desde el 25 de noviembre en todo el planeta se dieron homenajes a la estrella futbolística argentina. Por otra parte, a comienzos de agosto una impresionante explosión cerca del puerto y centro de Beirut, capital libanesa, provocó más de 200 muertes, cifra superior a 5.000 heridos y daños materiales gigantescos, como unas 300.000 personas sin hogar. También fueron noticia grandes calamidades de la naturaleza como varios huracanes que complicaron la delicada situación preexistente generada por la pandemia en América Central, México y el Caribe. Delta, Eta y Iota se combinaron y sus efectos fueron devastadores.
Este año se habló más del coronavirus que de un problema igual de grave o incluso peor, el efecto del calentamiento global. Los incendios fueron noticia en algunos países. A comienzo de año en Australia devoraron más de 10 millones de hectáreas y mataron grandes cantidades de animales, además de poner en riesgo más de 200 especies vegetales. El hambre es otro tema preocupante, a las casi 690 millones de personas que no comían en el mundo en 2019 pueden sumarse 132 millones en 2020 por efecto de la pandemia, notificó Naciones Unidas, cuyo Programa Mundial de Alimentos ganó el Premio Nobel de la Paz 2020.
Publicado en: Revista Apertura, edición N° 324, Mundo, Apertura Anuario, pp. 54-60. Diciembre de 2020.