Zoológicos humanos: museos que hubiera sido mejor no tener
El 18 de mayo es el Día Internacional de los Museos, celebrado desde 1977 a instancias del Consejo Internacional de Museos (ICOM). Ese año no fue una fecha tan distante del cierre de un museo que hoy avergonzaría, 1958, del cual se tiene un registro bien tardío de cierre de uno de los denominados zoológicos humanos.
En los últimos momentos del siglo XIX ya no quedaba recoveco del mundo por repartir entre apenas una decena de países, los más poderosos del mundo. El imperialismo, definido por el teórico Lenin como fase superior del capitalismo, en cuanto a la concentración excesiva de capital financiero, motivó la inyección agresiva del último en todo el planeta, lo que generó en muchos casos la creación de esferas de influencia (como el predominio financiero británico en América Latina) y la anexión directa de territorios, como en vastos espacios de Asia y, sobre todo, en África, hecho que simbolizó la Conferencia de Berlín (1884-1885), que disparó a posteriori el reparto del hasta entonces casi desconocido continente.
La segunda Revolución Industrial alentó la aparición de nuevos contendientes en el juego imperial, algunos de ellos europeos, como Alemania e Italia, y otros externos, como Japón, factores que en su conjunto generaron una visible competencia imperial, aunque los conflictos se mantuvieron puertas para afuera entre las potencias de Europa. El período de la ?Paz Armada? (1880-1914) fue testigo de la proliferación de estos museos humanos, donde el africano fue el espécimen de muestra favorito, zoológicos que eufemísticamente fueron llamados en su época «pueblos de negros» o «exposiciones etnográficas», una costumbre que ciertas naciones europeas popularizaron en general y en forma masiva hasta la década de 1930, si bien algunos menos se mostraron más tarde. Si de cifras se trata, la exposición de París de 1889, festejo del Centenario de la Revolución Francesa, mostrando los logros de la civilización, entre otras atracciones, montó una «aldea de negros» con 400 africanos que se convirtió en la de mayor interés, en una muestra que recibió la imponente cantidad de 28 millones de espectadores en solo unos meses.
¿Por qué los zoológicos humanos surgieron en la era del imperialismo y no antes? Esta costumbre que adoptaron algunos países europeos desde la década de 1870 y sitios visitados por millones de europeos tuvieron varias funciones. Fundamentalmente justificar y celebrar el avance de la civilización, así como mostrar el poderío imperial y los beneficios del dominio colonial sobre los pueblos atrasados, y convencer que eran tales. Para los vouyeristas era una forma de ver aunque sea un desnudo, puesto que la moral de la época lo impedía entre la gente civilizada.
Para muchos la aparición de estos museos fue una forma de saciar el anhelo de conocimiento de las especies, más allá del racismo popular. A finales del siglo XIX el racismo alcanzó un estatuto de ciencia, en donde la teoría evolucionista en boga construyó una idea del «otro» (para verse reflejado a sí mismo) y una jerarquía de razas en la humanidad en donde al africano le correspondió el rango más bajo. Con solo leer algunas obras y opiniones del período es claro constatar que ese conocimiento hoy sería pura charlatanería, pero en dicho momento constituyó el sentido común. Para el europeo los salvajes exhibidos eran vestigios de las primeras etapas de la evolución humana.
Los ejemplos abundan. El distinguido sociólogo argentino José Ingenieros a comienzos del siglo XX escribió «Los hombres de raza de color no deberán ser política y jurídicamente nuestros iguales; son ineptos para el ejercicio de la capacidad civil y no deberían considerarse personas en el concepto jurídico […] Es necesario ser piadoso con estas piltrafas de carne humana; conviene tratarlos bien, por lo menos como las tortugas seculares del Jardín Zoológico de Londres». Medio siglo antes el etnólogo norteamericano y precursor de esa disciplina en su país, Josiah Nott, puntualizó que «la historia no muestra evidencia de que la educación, o cualquier influencia de civilización que pueda llevarse hacia razas de organización inferior, puedan cambiar radicalmente su carácter físico, ni, en consecuencia, moral». A mayor abundamiento, el Conde de Gobineau en su famoso Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas (1853-55), entre una plétora de apreciaciones de inferioridad de la raza africana, se despachó con, por ejemplo, la siguiente descripción: «Las bestias feroces parecen de una esencia demasiado noble para servir de punto de comparación a estas tribus horribles. Los monos bastarán para representar la idea de la psiquis, y en cuanto a la moral, uno se considera obligado a evocar el parecido con los espíritus de las tinieblas». La comparación con los monos fue un tópico frecuente de la época, en una explicación que, con basamento científico, argumentó que los europeos descendían de una especie distinta a la del negro, lo que fundamentaba la superioridad de los primeros. Por último, qué mejor muestra del saber científico de la época como acreditación de la inferioridad africana que la Enciclopedia Británica, en la cual, en 1911, se lee: «El canibalismo se encuentra en su forma más simple en África. En ese continente la mayoría de las tribus caníbales comen carne humana porque les gusta, y no por cualquier motivo mágico o por carencia de otra carne animal».
Reacción del público
El público en general estuvo más asombrado por el carácter salvaje y animalizado de las personas exhibidas que por reflexionar acerca de las deficitarias condiciones en que eran alojadas en su cautiverio. Asimismo, muchos espectadores se divertían arrojando comida a las «fieras», burlándose, haciendo comentarios y comparaciones con los primates. Por lo general, no se mostraron sensibles ante los sufrimientos y las numerosas muertes de estos pobres seres humanos. Al contrario, más de un observador se escandalizó porque los exhibidos comenzaran a demandar salarios. La seguridad tampoco importaba a los empresarios organizadores de estos eventos. Ota Benga, un joven pigmeo proveniente del Congo, a comienzos del siglo pasado compartió celda con un orangután en el zoológico neoyorquino del Bronx bajo el cartel «El eslabón perdido». La institución también decidió afilarle sus dientes para causar más impresión salvaje ante los espectadores. Con una secuela de malos tratos y humillación recibida a lo largo de más de una década de estancia en los Estados Unidos, no es difícil explicar que Benga cometiera suicidio en 1916.
Otro caso famoso de desvergonzada exhibición fue el de Sara Baartman, más conocida por su nombre artístico, la «Venus hotentote», cuyo trasero gigante causó sensación y motivó exponerla en varias ferias. Si bien falleció en 1815, anticipó la futura moda de exhibición en zoológicos humanos. Hasta 1974 sus restos permanecieron en el Museo del Hombre de París cuando en 2002, y tras varios pedidos y acciones del gobierno sudafricano de Nelson Mandela, finalmente retornaron a casa. Al menos sus restos permanecieron en un museo antropológico, no siendo así la suerte del «Negro de Banyoles», en Girona (España), que quedó embalsamado en la vitrina de un museo de historia natural entre todo tipo de reliquias, hasta que desde 1991, al reconocer un médico haitiano un ser humano en esa pieza, comenzó una disputa que terminó en 2000 con la repatriación del bosquimano a Botswana.
Estos pocos ejemplos alumbran prácticas sobre las cuales hubiera sido mejor no haber escrito este artículo. Pero la memoria histórica es un deber y el mejor antídoto para no repetir errores (y horrores) del pasado.
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